RODOLFO WALSH

Carnet nacional de periodista de Rodolfo Walsh. Copyright © Patricia Walsh

Cita falsa

Por Martin Kohan

Se pensó por algún tiempo que la emboscada donde cayó Rodolfo Walsh, el 25 de marzo de 1977, respondía a una represalia que se tomaba contra la divulgación clandestina de su “Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar”. Esa creencia (y aun más: el deseo común de participar de esa creencia) contaba con más de un motivo. Por una parte, respondía a la perfección al sueño mitológico del escritor-mártir: el escritor que se inmola al detonar su carta-bomba en plena ciudad. Por otra parte, alimentaba la ilusión de la eficacia política de la escritura: la de presumir que un texto escrito es capaz de producir consecuencias inmediatas en la realidad política. Estas visiones de Rodolfo Walsh podrían situarlo así en una línea imaginaria que se remonta, entre nosotros, hasta Sarmiento (la utopía de una causalidad transversal entre literatura y política: escribir Facundo para hacer que caiga Rosas), y también lo configuran como una especie de doble simétrico de un personaje como Juan Dahlmann: Dahlmann va desde Constitución hacia su estancia al sur de Buenos Aires, y de ahí a su destino de enfrentamiento y muerte; Walsh va desde su quinta al sur de Buenos Aires hacia Constitución, y de ahí a su destino de enfrentamiento y muerte.

Copyright © Patricia Walsh

Pero no: no fue así como pasaron las cosas. La muerte no fue para Walsh una abstracción de destino ineluctable. Tampoco se inmoló: no fue en coche al muere. Y su carta abierta de denuncia a la dictadura, punzante como era, no había sido detectada todavía por las fuerzas represivas que lo acorralaron en el sur de la ciudad. Para entonces, Walsh ya venía ejerciendo un relativo escepticismo acerca de lo que se puede conseguir con las palabras. La interpelación contundente al poder político estatal que inspiró, por caso, con el propósito de torcer el rumbo de los hechos, la escritura de Operación Masacre en 1957, admitía una fuerte moderación en el epílogo a la edición de 1964: “Pretendía que a esos hombres que murieron, cualquier gobierno de este país les reconociera que la Justicia de este país los mató por error, por estupidez, por ceguera, por lo que sea (...). En esto fracasé”.

En este sentido puede decirse que Rodolfo Walsh probó, como nadie, cuáles son los alcances y cuáles las limitaciones de las palabras escritas: su potencia y su impotencia. Las probó en el sentido jurídico de la expresión (para establecer una verdad), en el sentido técnico (así como se prueba la resistencia de los materiales), en el sentido sensual (es decir, con el cuerpo, como cuando se dice que se prueba un sabor).

Copyright © Patricia Walsh

Probó la insuficiencia de una literatura abstracta, geométrica, la de la limpidez argumental de los cuentos policiales. Probó la insuficiencia de la ficción literaria en general (aunque tocara la política, como lo hace en sus grandes cuentos: “Cartas”, “Fotos”). Probó la necesidad de llevar a las palabras de la ficción a la no-ficción, y probó la insuficiencia de las palabras aun en la no-ficción. Probó lo que sucede con las palabras cuando se les exige que digan lo que no se puede decir, y entonces las palabras dicen con lo que dicen, pero más con lo que no dicen (como se ve en “Esa mujer”). Probó también lo que sucede con las palabras cuando se les exige que digan lo que no se debe decir: cuando denuncian y desafían el poder estatal. Y luego por fin probó hacer, ya sin palabras, lo que las palabras no pueden hacer.

En una breve “Nota autobiográfica”, Walsh revela cierto remordimiento filial. Habla de su madre y dice: “El mayor disgusto que le causo es no haber terminado mi profesorado en Letras”. La contracara de esta culpa que siente como hijo, y que inscribe en un texto sobre su vida escrito en 1965, es el orgullo que siente como padre, y que expresa en un texto sobre la muerte (sobre la muerte de su hija Vicky) escrito en 1977: “Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace en ella”. En la línea que va del remordimiento del hijo al orgullo del padre, se lee la historia que va de la postergación de la literatura a la resolución del paso a la acción. Dice Walsh que renace en la hija; sabemos que, además de eso, pronto va a morir como había muerto ella. Una muerte lúcida: así la califica Walsh. El camino que eligió la hija fue “el más razonado”, su muerte fue “lúcida”, el padre escribe una carta a los amigos “para explicarles cómo murió Vicky y por qué murió”. Walsh puede explicar, y a la vez trata de entender (“He tratado de entender esa risa”, dice en la carta. Su hija reía mientras se tiroteaba con los soldados desde la terraza de esa casa sitiada en la que moriría).

Explicar, entender, reconocer el sentido de un camino razonado, admitir el sentido de una muerte lúcida. Walsh discute por anticipado con lo que serán las versiones de la insensatez, de la mera vocación de muerte, con las hipótesis ladinas sobre el idiotismo útil. Walsh ensaya en cambio un esfuerzo supremo, descomunal: dar un sentido a la muerte de su hija (y lo consigue). Ese sentido queda latiendo en la escena final de su propia emboscada, poco tiempo después, cuando acude a una cita que había sido delatada.

Fuente: Suplemento especial Radar-Página/12, "30 años sin Walsh", 25/03/07


Copyright © Patricia Walsh

Copyright © Patricia Walsh


Los Nutrieros

Renato oyó los tiros. Volaron patos y garzas, y en la lejanía una nubecilla de humo azul se desguedejó lentamente en la quietud infinita de la tarde.
Al filo de la noche volvió Chino Pérez, ceñudo y silencioso. Traía a remolque un bote pintado de rojo, con las letras blancas en el costado de babor: "San Felipe"
­Lo encontré -explicó, sin mirar a Renato­. Creo que es de la estancia ­Y añadió al cabo de una pausa­: Se habrá cortado el amarre.
Renato se incorporó lentamente, fumando su pipa, y acercóse a la orilla. Renato era bajo y escuálido. Sus ojos azules tenían una fijeza de alucinado, que desmentía el diseño casi pueril de la boca.
La cadena del bote era nueva, Renato vio que estaba intacta, pero no dijo nada. En el fondo había flamantes aparejos de pesca y un rifle calibre 22; en uno de los bancos, un "sweater" de lana a rayas multicolores.
­¿Cazaste algo?­preguntó Renato en voz baja.
­No ­replicó su compañero. Y agregó con una sonrisa torva­: Gallaretas.
­Oí los tiros­, dijo Renato. Chino Pérez no contestó. Ensimismado y remoto sentóse en la orilla de la isleta; se sacó las alpargatas y hundió los pies en el agua fría con la mirada clavada en la distancia.
Aquella noche hubo desvelo de perros en la costa de la laguna; pisadas y linternas; voces apagadas, que el viento traía y llevaba. Renato dormía. Chino Pérez estuvo fumando, absorto y lejano, hasta que el cielo empezó a clarear.
Chino Pérez terminó de cuerear las nutrias y estaqueó los cueros. Renato lo observaba con sus ojos azules e impávidos.
Chino Pérez tapó con tierra el fogón, y luego tendió la mirada a lo lejos. El agua había tomado un color plomizo, y en el oro verde de los juncos se alargaban las primeras sombras. Por los confines de la laguna, ensimismada en la quietud vesperal, entre las últimas barreras de juncos, flotaban a ras del agua nubecillas de vapor.
­Está bien, hermanito; esta noche es la vencida ­ dijo Chino Pérez sin volverse.
Los dos botes balanceábanse en la orilla de la isleta. Las líneas de pesca se sacudían a intervalos con breves convulsiones eléctricas. "Dientudos", pensó Chino Pérez de mal humor. Todavía no era la hora de las tarariras. Las tarariras se llevaban la línea de un golpe, dejándola tensa y vibrante como una cuerda de violín.
­Ya sé que querés irte­dijo Chino Pérez.
Renato no contestó. Dejó que el silencio flotara entre ellos, separándolos, restituyéndolos a sus mundos distintos, suavemente, sin violencias.
Chino Pérez era de baja estatura, fornido, cetrina la faz, tallado a cuchillo el entrecejo, hirsuto el pelambre, pétrea y estólida la expresión.
A lo lejos, en el campo, encendióse una luz. Ladraron perros. Gorgoteaba el agua.
"Ya sé que querés irte­pensó Chino Pérez­. Yo también quiero irme"­meditó mirando el bote de la estancia. Las rayas coloridas del "sweater" se destacaban en la oscuridad. Chino Pérez no había querido tocar nada. Un temor recóndito le impedía poner la mano sobre cualquiera de esas cosas. "Ya te vendrán a buscar", pensó con saña.
Luna llena: pila de monedas amarillas y temblonas sobre el paño gris del agua.
En el fondo del juncal gritó la nutria; era un grito quejumbroso, como el gemido de un ser humano. Chino Pérez se levantó el cuello del saco, como si tuviera frío.
­Ya puse las trampas­dijo. Renato pensó que no hacía falta decirlo. Lo había visto salir temprano, en el bote, con las trampas, preparadas para ponerlas en los nidos y comederos.
Chino Pérez acercóse al fogón y se acuclilló, frotándose las manos. Entonces advirtió que él mismo había apagado el fuego y lamentó haberlo hecho. "Mañana nos vamos­pensó­. Para siempre". Tres meses durmiendo en cualquier parte, sobre la tierra húmeda y podrida, sin encender fuego de noche, sin mostrar el bulto de día. Tenía el gusto del pescado pegado a la garganta. Escupió con asco.
­¿Y qué vas a hacer, gringo, con la plata?
­¿La plata? ­Renato parpadeó­. Volveré a la chacra­dijo a la vuelta de un largo rato. Su padre había querido tener un tractor. Toda su vida había querido eso. Ahora estaba muerto, en medio del campo, y los tractores pasaban por encima de sus huesos. Muerto, para siempre, y sin estrellas. El espejismo había renacido en el hijo, más torturado y violento: para hacerlo realidad a la fuerza, se había metido a nutriero. En la estancia vecina a la chacra de su padre había visto una vez un tractor de oruga, un Caterpillar pintado de rojo... Renato, acaso sin saberlo, tenía la tierra metida en todo el cuerpo, como sus padres y sus abuelos. Salió de su ensoñación con algo parecido a un escalofrío.­ Si la cobramos...­agregó en voz baja.
Chino Pérez, cabizbajo, pateó el suelo húmedo. Oyóse un chapoteo en el agua, y una de las líneas quedó bruscamente tirante. Empezó a retirarla, despacio, con acompasados movimientos de ambas manos. Cabresteaba la tararira, veloz y frenética al extremo de la línea, mordiendo el hilo reforzado con alambre. Con un último tirón la sacó a la orilla. Brillaban en la boca del pescado los dientes amarillos y fuertes, y sus ojos tenían una fijeza azulina y viscosa. Chino Pérez la sujetó con el pulgar y el índice por las agallas y la golpeó dos veces en la cabeza con el mango de un rebenque. Después le sacó el anzuelo. Silbó en el aire la plomada de tuercas y hundióse en el agua.
Renato apagó la pipa y se puso en pie.
­Voy a recorrer las trampas­dijo.
­Dejá; voy yo­replicó Chino Pérez. Su acento se dulcificó­. Mejor que duermas un poco, hermano. Mañana hay que caminar mucho.
Renato obedeció. Acostóse sobre unas lonas, con la ropa puesta; y antes de quedarse dormido, vio por última vez la silueta de su compañero, erguido sobre el bote, remando a la luz de la luna.
Chino Pérez hundía el remo silencioso y el bote quebraba el espejo terso y pulido del agua. Dormía la laguna profunda de ecos y rumores. Las cejas de los juncales se destacaban nítidas y oscuras.
Chino Pérez no siguió el camino de costumbre. Un miedo supersticioso y agudo le aleteaba en la sangre. No estaba acostumbrado al miedo. Pugnaba por sacudírselo, como un perro a un tábano. Al llegar frente a la isleta de espadañas, dejó de remar.
En el recodo de la isleta, la tarde anterior se le había aparecido el hijo del mayordomo en el bote de la estancia. Chino Pérez lo había visto una sola vez, de lejos, recorriendo el campo, pero lo reconoció en seguida. Al ver al nutriero, un gesto de hombría le había curvado los dedos en torno al rifle. No mediaron palabras, ni hacían falta. Con ese mismo gesto viril en el rostro adolescente se había doblado y había caído por la borda­un tiro en la garganta­, entre las ásperas ortigas de agua.
Chino Pérez no quiso pasar por allí. En la isleta dejaba dos buenas trampas. "Que se quede con ellas el mayordomo", pensó torvamente.
El viento soplaba de la costa, peinando los juncos. Un cencerro trasudaba gotas de sonido en las manos heladas del aire.
Y se hizo de pronto, a lo lejos, la noche de los perros, de los tiros, del odio desatado como una llamarada. Chino Pérez oyó las voces sordas que el encono aceraba. Se las traía el viento, acres y feroces como mordeduras.
Después fue el silencio, más súbito, más grande y terrible que antes. El silencio de la laguna, preñado de misterio.
De lejos lo ventearon los perros. Chino Pérez arrastrábase por el pajonal, sigiloso como un gato, en dirección al Molino Grande, en desuso desde que las aguas del cuadro se tornaron salobres.
Al pie del molino los peones de la estancia habían encendido una fogata. A su cárdeno resplandor se destacaba en silueta la figura del mayordomo, sombrío como la noche, los brazos cruzados, separadas las piernas, desafiando a la noche a que le quitara su venganza.
A la luz de la luna giraba la rueda del Molino Grande, como una enorme flor blanca. Giraba lentamente, deteniéndose a ratos; y amarrado a las aspas chorreando sangre, con los ojos vidriados de dolor y espanto, giraba el cuerpo torturado de Renato. El viento traía y llevaba sus gemidos, y la rueda giraba lentamente bajo el cielo tachonado de estrellas.
A doscientos pasos del molino se detuvo Chino Pérez para tomar aliento. Quemábanle en las manos las pinchaduras de los abrojos. Los perros se revolvieron, inquietos, recrudeciendo el coro exasperado de ladridos. Siguió avanzando. A intervalos le llegaba el quejido estertoroso de Renato.
­Paciencia, hermanito. Paciencia.
Se detuvo a cien pasos del molino.
Chino Pérez no erraba nunca un tiro. A veinte metros de distancia mataba una nutria con un tiro en el ojo, para no perforar el cuero.
­Paciencia, hermano.
Alzó el winchester, despacio, muy despacio. Las miras se clavaron en el semblante taciturno del mayordomo, vacilaron un instante, después siguieron subiendo por el bruñido esqueleto del molino. La rueda dio media vuelta más y se detuvo chirriando, dejando a Renato vertical, de pie en lo alto, suspendido y solo, con los ojos azules extraviados.
Chino Pérez apretó el gatillo.

Copyright © Patricia Walsh

0 comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...